Era un gran monasterio Zen.
El Gran Maestro, que también era el Abad, tenía la reputación de ser un hombre amable y sabio.
Un día pidió a todos los monjes que se reunieran en el gran patio, adornado con jardines de piedra y plantas aromáticas.
-“Ya soy un anciano- les dijo- y mi días están contados.
Deseo dejar el monasterio a un sucesor, pero debe demostrar que estará a la altura.
Por eso, os haré una única pregunta, y el que dé la respuesta correcta, será el elegido como Gran Maestro”.
Los monjes, viendo una gran oportunidad ante ellos, le preguntaron:
-” ¿Cuál es esa pregunta, Maestro?”.
Señalando un antiguo muro de piedra, dijo:
-“¿Cuál es su altura exacta?”.
Los monjes no salían de su asombro ante la extraña pregunta.
-“Doce palmos y medio”- dijo uno.
-“Trece palmos y cuarto”- dijo otro.
Y así, poco a poco, todos los monjes fueron dando sus opiniones.
Cuando todos hubieron terminado, el anciano, con el rostro lleno de tristeza, se arrodilló y tocó el suelo con la frente.
Al incorporarse , les dijo:
-“Perdonadme por no haber sabido enseñaros el Camino.
Ninguno de vosotros ha dado con la respuesta correcta”.
Los monjes se miraron unos a otros sin comprender nada, y finalmente, el más osado de todos le preguntó:
-“Maestro, cuál es la respuesta correcta”.
El maestro, con la expresión de quien dice algo evidente, contestó:
-“La respuesta correcta es: NO LO SÉ ”.