Pese a la idea extendida, de que la primera organización política fue una “democracia tribal” en donde las decisiones se tomaban en grupo, no debió ser tan habitual como se cree.

En un mundo donde las decisiones para la supervivencia, muchas veces dependían de la  sabiduría acumulada, y, sobre todo de la rapidez  para aplicarla,  es lógico pensar que estas decisiones recayeran en una persona con un liderazgo natural, que atesoraría estos rasgos además de otros.

Las culturas encontradas en remotos y protegidos parajes,  estudiadas en sus características: antropológicas, sociales y culturales durante el siglo XIX y también hasta nuestros días, así lo sugieren. En ellas, es el jefe de la tribu – a veces chamán – el que organiza y manda, erigiéndose como un líder eficiente.

En el mundo prehistórico occidental, las creencias mágico-religiosas pivotaban en torno a dos factores de “conservación” que lo impregnaban todo:

  • La fecundidad: entendida como un todo, pero que en el caso de la preservación de los miembros de la tribu debió ser angustiante, dado el alto porcentaje de niños y adultos que morían debido a los accidentes y enfermedades.
  • La caza: era primordial, puesto que de ella dependía el alimento y por lo tanto también la supervivencia de la tribu.

Así se constata en las primeras manifestaciones artísticas del ser humano: en las esculturas y pinturas, así como en la existencia de las cuevas-santuarios, verdaderas catedrales de la antigüedad remota, donde se realizarían los “ritos propiciatorios”.

En ellas nos ha llegado pintada la figura del “chamán” o brujo, que realizaría los ritos adecuados para la continuidad de la tribu. Esto significaba un poder – mágico-religioso  – sin parangón, donde el brujo era admirado y temido puesto que  dominaba “las almas”.

Es fácil entender que la unión de la figura del chamán con la del jefe – sino estuviera inicialmente unidas – muy pronto se consolidaría.

Durante el Neolítico, en donde las gentes dependían de que el clima fuera favorable para recoger el fruto de su trabajo que representaba su supervivencia, el rey-brujo se vuelve un mediador entre los hombres y las fuerzas sobrenaturales como la lluvia o el sol que favorecen la fecundidad y que muy pronto derivan en dioses.

El rey-brujo a través de rituales provocaría la lluvia o fertilizaría los campos con diversas ceremonias propiciatorias.

Así lo vemos en la fundación de las primeras culturas antiguas como la mesopotámica y la egipcia, con dos variantes:

En el inicio de la cultura mesopotámica, fueron los sacerdotes los que controlaban el incipiente Estado, la realeza estaba unida al sumo-sacerdote en una misma persona.

Por lo que el rey-sacerdote era un hombre, pero también el mediador con los dioses.

Velaba por el bien de la comunidad, además se le presuponía una serie de “poderes” tanto de carácter práctico-organizativo como mágico, otorgados por los dioses, por lo cual el rey tenía un origen divino.

A pesar del progresivo laicismo  (la desvinculación Templo-Palacio),  el rey mesopotámico seguirá manteniendo rituales, donde refrendará periódicamente esta vinculación con lo divino.

Por el contrario, en Egipto el faraón era un dios en la tierra – tanto en vida como en muerte –  por su unión con los dioses Horus y Osiris respectivamente. Pero convertirse en un dios, no fue tarea fácil…

Al principio la renovación de los “poderes mágicos” para la fecundidad de la tierra, significaba periódicamente el sacrificio del rey-hechicero.

Se aprecia la vinculación con el mito de Osiris (dios ligado a la fecundidad) donde después de su desmembramiento, sería sustituido por Horus, su hijo. Éste era   representado en un nuevo rey-hechicero, con la renovación de sus atribuciones.

Posteriormente derivó  en la sustitución del sacrificio del rey por otros rituales, como: la apertura de canales, o el festival del Heb-Seb donde el faraón renovaba sus poderes.

Esta vinculación que se realizó de forma onerosa sin duda, a la larga tuvo una gran gratificación: convertirse en dios, y como tal, él faraón era el Sumo-sacerdote y el que se comunicaba directamente con ellos, además de regir el destino de Egipto.

Con la consolidación de la monarquía  y la formación del Estado, está se desvinculará progresivamente de las funciones religiosas derivándolas al sacerdocio, aunque siempre conservará para sí, los mitos y rituales más importantes que le conectan con sus orígenes “divinos”.