Todas las personas que han tenido una mascota y la han querido, saben que un animal en casa es mucho más que un animal.

Es una parte importante de la familia.

Los estudios  e investigaciones nos vienen diciendo lo mismo desde hace tiempo: convivir con una mascota nos aporta beneficios a todos los niveles.

La eficacia de la “animaloterapia” está más que demostrada en casos de depresión, soledad, autismo, enfermedades terminales,…

Pero hoy vamos a hablar de un trastorno muy particular: Se trata del Trastorno de Estrés Postraumático.

Puede estar generado por una gran cantidad de motivos, desde abandono o abusos emocionales, hasta abusos físicos, sexuales y violencia.

Aunque este trastorno trae síntomas físicos, mentales y emocionales muy reconocibles, nos vamos a centrar en uno en concreto.

Es bastante típico que un gran porcentaje de personas que lo padecen eviten, a nivel consciente o inconsciente, las relaciones sociales.

A menudo, a la hora de relacionarse, comprueban que todo lo que intentan con los demás fracasa.

En muchos casos, es ahí donde una mascota puede ayudar a dar los primeros pasos, porque crea una interacción y una relación de confianza difícil de superar.

Una persona que padecía éste trastorno, nos ha autorizado a publicar parte de una de sus sesiones de terapia psicológica.

Ésta sesión ilustra mejor que nada la importancia de una mascota en la vida de una persona.

Le cedemos la palabra:

L.M.C., 73 años:

“Cuando era niño, la vida en mi casa era un infierno.

Mi padre era una persona extremadamente violenta y desequilibrada.

Nunca sabías lo que podía hacer al minuto siguiente.

Si se le estudiara hoy en día, seguramente se le diagnosticaría una enfermedad mental.

Mi madre, sin embargo, era otra cosa.

Era una persona absolutamente fría y egoísta  y lo único que le hacía sentirse viva era causar dolor a los demás.

Todo eso lo sé ahora, pero con cuatro o cinco años, no entendía nada.

Durante muchos años, para mí la infancia no fue más que un océano de dolor.

Si me preguntas si no había algo bueno en mi vida, te diré que sí.

Teníamos un perro labrador que, como todos los de su raza, era cariñoso, fiel y fiable.

Lo tenían atado con una cadena.

Cuando la tormenta se desataba en mi casa y comenzaban a oírse los gritos, mi único refugio era meterme en la caseta del perro.

Y él siempre tenía una caricia para mí.

Ya era un perro viejo, pero para mí era el mejor amigo del mundo.

Si me preguntas cuál es mi mejor recuerdo de la infancia, te diré que es dentro de la caseta del perro, con su cabeza sobre mis piernas, y yo, rascándole detrás de las orejas.”

Desde luego, sin ese viejo perro labrador, la vida de ésta persona hubiera sido mucho peor.

No cabe ninguna duda.