Una de las características de la monarquía antigua, es la de investirse de propiedades no solo prácticas – erigiéndose como gobernador excepcional y benéfico del territorio – sino también cualidades “mágicas”, para ello utiliza los símbolos religiosos y mitológicos que ha creado la sociedad que gobierna.

Esto lo podemos ver representado por ejemplo en el arte que nos han legado las culturas antiguas (con sus monarcas-sacerdotes, mediadores entre el pueblo y los dioses), donde destaca la egipcia, por el logro que supone ser rey-faraón y además dios viviente.

En el antiguo Egipto el concepto de ciclo era algo muy arraigado, se repetía en las crecidas periódicas del Nilo y en la duración del día marcado por el ritmo solar, ambos transferían la idea de fertilidad y gestación de la vida por un lado, y de muerte con la posterior regeneración por otra.

Este equilibrio estaba representado por sus dioses, donde la dualidad Osiris-Horus tiene un papel fundamental:

Osiris, el dios de la vegetación, de la germinación y la regeneración: es un dios agrario, origen de una vida prospera, y que también se personificaba en el sol del ocaso, que nos remite al pasado, al ayer, al faraón muerto…

Por su parte Horus (hijo de Osiris), el dios Halcón, era el iniciador de la civilización egipcia, el sol naciente que nos remite al presente, al faraón vivo en el trono.

Es fácil ver por lo tanto esta dualidad Osiris-Horus y sus analogías en: padre-hijo, poniente-naciente, viejo-nuevo, muerte-resurrección, faraón muerto-faraón vivo.

Esta manera de entender el mundo nos remite al Neolítico egipcio, donde la fructificación de la tierra y la fecundidad del ganado, eran evidentemente muy importantes para la supervivencia. Es lógico que los faraones se hagan representar con rabos de toro – símbolo de fertilidad – que nos remite a ese pasado agropecuario, del mundo Osiríaco.

En época predinástica, cuando la sociedad egipcia se había afianzado, se representa a los gobernantes abriendo canales de irrigación con una azada – como en la maza del misterioso rey Escorpión – erigiéndose a ellos mismos como símbolo de prosperidad y civilización de su pueblo, que nos remite a Horus, que ya será la representación del faraón en la tierra.

Por lo que ya de muy antiguo, el gobernante egipcio y posterior faraón se equipara a estos dioses solares, y se encarna como “guía tutelar de su pueblo”, responsable de su bienestar y avance cultural.

Cuando un rey moría, se convertía en Osiris, también símbolo del árbol de la vida; por lo que se  “plantaba” su cuerpo – como una semilla o un esqueje de árbol – en lo más profundo de la tumba, mastaba o pirámide, para que desde allí siguiera “fertilizando” y protegiendo a su pueblo, ayudado por los dioses, ya que su alma o “Ba” había migrado donde vivían estos, formando parte del dios creador Ra.

El “Ka”, o fuerza vital que seguía acompañando al cuerpo del faraón – aún después de muerto – tenía la misión de mantener con su poder la unión transcendente de su país, transformando y siguiendo ayudando desde el más allá, hasta que su Ba se reuniera de nuevo con su Ka y su cuerpo físico, ya que se pensaba que podía renacer como lo hace una simiente o brote de planta.

 

Reflexión

Sin lugar a dudas, los faraones egipcios supieron con inteligencia identificarse con sus dioses, manteniéndose en el poder utilizando para ello, no solo los mecanismos típicos de control y jerarquía de la estructura política y religiosa, sino que también supieron utilizar los símbolos más primitivos de su civilización, encarnándose en el “alma de su pueblo”.

 

Lección de la historia

Cuando un gobernante quiere sellar una alianza emocional y perdurable con sus súbditos, tiene que saber encarnar los elementos culturales “más espirituales” de su pueblo.